Acercamiento de los Derechos Animales a la gestión ambiental

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Gestión ambiental

La naturaleza y los Derechos Animales

Desde que comenzamos nuestra andadura como seres dotados de alta capacidad de razonamiento, los humanos hemos ido transformando el medio según nuestros menesteres. Actualmente, es ya innegable que el pasado, presente y porvenir de nuestra especie depende en gran medida de asumir las consecuencias de nuestros actos y actuar así para subsanar errores en la gestión medioambiental y no seguir cometiéndolos.

A la hora de evaluar nuestras acciones en la naturaleza, nos percatamos de que hemos alterado todos los ecosistemas y sus variables fisico-químicas, y que un gran número de especies se hallan actualmente en unas cifras críticas debido a las diversas formas de explotación o a un terrible exterminio. A raíz de nuestro antropocentrismo (prejuicio de superioridad moral), para mucha gente carece de importancia aquello que no sea Homo sapiens. Por ello, algunos individuos más concienciados acerca de los daños que causamos intentan fomentar la «educación ambiental» y la adopción de leyes para preservar el entorno.

Ya sea por comodidad, para evitar polémicas o porque dicho prejuicio moral también se presenta en quienes abogan defender el medio natural, la mayoría de los ecologistas incurre en el mismo fallo desencadenante de nuestro defecto hacia lo «otro»: la cosificación de lo ajeno.

En lugar de remarcar el hecho de que los males causados se han debido a la no asimilación de un valor intrínseco en otros individuos de diferentes especies, se pretende solucionar el problema usando los mismos argumentos utilitaristas que nos han conducido a la devastación. De esta manera, todo lo no humano se engloba en un gran conjunto biodiverso de bienes potencialmente explotables que debemos conservar con la mera finalidad de tenerlos siempre disponibles para aprovecharlos del modo en que creamos oportuno. En este sentido, se aproximan los elementos bióticos y abióticos a la representación abstracta de intereses mercantiles, como una acción bursátil.

En consecuencia, suele hablarse del acervo natural como «Patrimonio de la Humanidad» y se apuesta por el «turismo ecológico» o las «subvenciones estatales» a campesinos para que ‘cuiden’ de sus fincas; entre otras muchísimas medidas.

Para la doctrina del utilitarismo, la acción moralmente correcta es aquélla que supone una maximización del valor estimado. Ello conlleva la consideración del otro en tanto a cómo puede beneficiarnos y no enseña a considerar a los miembros de otras especies por su valor intrínseco: su propia existencia (fines en sí mismos). Al igual que nosotros no llevamos escrito un destino o propósito, ningún otro individuo no humano debiera servirnos ni está ahí esperando para tal objeto. En vez de aspirar exclusivamente a dejar un mundo mejor para nuestros hijos, deberíamos pretender asimismo enseñarlos a respetar con inherencia; no con dependencia.

La explicación de por qué acontecen estas medidas inútiles e ineficaces resulta bastante sencilla si tomamos el concepto de «ecologismo» como un término reduccionista de emparentado científico, por el cual para explicar cómo funcionan los constituyentes de la Tierra se recurren a modelos estadísticos. Observar todo cuanto nos rodea a modo de 0 y 1 (binario) puede ser válido para llegar a determinar, por ejemplo, el origen de fenómenos relacionados con poblaciones y cadenas tróficas; pero es totalmente inválido para extraer conclusiones morales o para justificar nuestras acciones.

Tal reduccionismo acarrea la cosificación absoluta de los miembros animales y la subsecuente negación de la individualidad de los ejemplares. Todo se reduce dogmáticamente a la «especie» y se pretende otorgarle validez a un concepto subjetivo e instrumental para el terreno de las actuaciones humanas: la ética. Quienes sí existen objetivamente son los individuos y sobre ellos hay que responder. Atendiendo al principio de igualdad, los animales no humanos cuentan con los mismos derechos morales a tenor de la posesión de los mismos intereses basales.

Estos fundamentos nos llevan a resaltar una serie de consideraciones vitales para algunos casos muy polémicos cuyas voces cantantes las enfilan sujetos especistas. Con independencia del marco legal (referidos como «bienes muebles semovientes»), los abordaremos desde la perspectiva de los derechos animales.

  • Recuperación de individuos afectados por acciones humanas

  • Gestión de especies en peligro de extinción

  • Gestión de especies «invasoras»

Recuperación de individuos afectados por acciones humanas

Los humanos somos agentes morales (responsables de nuestros actos); mientras que los niños y otros animales son amorales (no alcanzan el grado de conciencia necesario para asumir sus actos). En virtud de esta premisa moral, lo que ocurra en la naturaleza —entre seres amorales— no nos concierne y tampoco tenemos legitimidad para intervenir; no obstante, aquéllos de nosotros con plenas facultades debemos responsabilizarnos por lo que hacemos y los efectos negativos hacia otros animales: lesiones, heridas, infecciones, etc., producidas en accidentes, negligencias, por mala voluntad, etc.

Para enmendar nuestras acciones, tenemos potestad para atender (curar, operar, ect.) a individuos no humanos con el único propósito de que puedan regresar lo antes posible a su hábitat natural sin condenarlos a una muerte segura. Por ello, únicamente puede justificarse una cautividad transitoria cuando se estiman los intereses del animal y no los nuestros.

Con suma facilidad podemos incurrir en una dominación paternalista (un tipo particular de explotación) que conlleve la pérdida injustificada de su libertad y autonomía. No hemos de someterlos a una dependencia forzada contraria a los derechos básicos que aplicaríamos para un ser humano.

Gestión de especies en peligro de extinción

Nuevamente, debe destacarse que los únicos relevantes son los individuos, no su separación taxonómica según criterios humanos. Por tanto, los individuos pertenecientes a una especie en peligro de extinción no gozan de un mayor valor moral que los individuos pertenecientes a especies abundantes.

En relación a esto, jamás se justifican aquellas acciones destinadas a favorecer a los miembros de una especie en peligro de extinción a costa de vulnerar los intereses de individuos ajenos a ésta. A modo de ejemplo, si una tribu indígena del Amazonas estuviera cazando una pantera en peligro de extinción, ningún ser humano en su sano juicio postularía la «merma» (asesinato) de tales depredadores para «aliviar» la presión sufrida por tal especie vulnerable. De forma análoga, cae en la inmoralidad defender dichas maniobras para víctimas no humanas; pues la ética juzga las acciones, no quién sea el destinatario de éstas.

Asimismo, en continuación con el caso anterior, el fin no justifica intrínsecamente los medios. Así, nunca queda justificada la cría en cautividad en centros especializados o, peor aun, en zoológicos, por su supuesta necesidad para recuperar la especie. No es un misterio biológico que una especie solamente consigue recuperarse en su hábitat natural si dicho entorno se encuentra en las condiciones previas a la injerencia humana. Resulta comprensible la enorme dificultad actual, tanto política y social como económica, de devolver vastos parajes a un estado parecido al que tenían. Sin embargo, dicha imposibilidad no legitima una esclavitud impuesta (análoga a la de los animales domesticados) ni una supervivencia artificial para satisfacer deseos humanos. Nuestra meta prioritaria debe enfocarse en sus vidas en libertad (¿de qué les serviría volver a ser una especie numerosa sin un sitio en donde vivir?) y no dedicarnos a cruces artificiales de individuos o a guardar células madre en bancos de ADN para algún experimento futuro. Dejemos de contemplarlos como simples objetos de coleccionista; lo «valioso» radica en la propia existencia en el presente.

Gestión de especies «invasoras»

Las especies a cuales designamos cínicamente como «invasoras» no son más que miembros de distintas especies víctimas de la gestión humana. Cabe resaltar el uso intencionado del adverbio por un motivo de sencilla hipocresía: mientras que los humanos somos, objetivamente, la mayor plaga sobre el planeta, tanto la primera como esta segunda denominación especista las reciben en exclusiva los individuos no humanos. A diferencia del primer caso (la recuperación de individuos), aquí nuestra especie se brinda la facultad para actuar como parte, juez y verdugo con la intención de escurrir el bulto y hacer pagar a la especie de turno impactos de los que no es responsable (son seres amorales).

Que una especie sea «autóctona» o «alóctona» no condiciona ninguna diferencia moral. De este modo, que una especie esté fuera de su área de distribución por causas propias o antropogénicas no los priva en absoluto de sus intereses inalienables: búsqueda de la libertad, evitación del dolor, etc. Si unos individuos alóctonos causan efectos negativos sobre individuos autóctonos por nuestra culpa, tenemos la obligación moral de actuar; pero dicha actuación jamás debe pasar por la vulneración de los intereses poseídos por los miembros de la especie alóctona.

Este argumento puede asimilarse con desenvoltura si antes se rechaza el especismo (discriminación moral). ¿Condenaríamos a la muerte a humanos que llegasen en pateras a otros países incluso cuando éstos sí son agentes morales? ¿Condenaríamos a la muerte a los negros de EE. UU por no estar en el continente que les ‘pertenece’? ¿Y si hubiéramos decretado el «sacrificio» inmediato de quienes se hubiesen escapado de sus esclavistas por el bien de la raza blanca?

Estas preguntas suenan grotescas, ¿verdad?; pues bien, ¿por qué sí condenamos a la muerte a animales amorales que llegan a otro país por causa nuestra? ¿Por qué sí condenamos a la muerte a individuos no humanos que se escapan de «granjas» (centros de explotación) por el supuesto bien de las especies ya presentes?

Nuestro deber ético se limita a aquellas acciones que en ningún caso les imposibiliten una vida normal ante lo postulado en los dos puntos anteriores.

 

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Adrián López Galera

Adrián López Galera

Grado en Biología. Máster en Estudios Lingüísticos, Literarios y Culturales. Amplia experiencia en Derechos Animales, Escritura Creativa y Administración de sistemas informáticos.